jueves, julio 03, 2008

Un salto.

Un día cualquiera tomamos la decisión, como si estuviéramos hablando de una papaya o de un aguacate o como si alguien fuera avisar: “ya vengo, voy al baño”. Lo hicimos por teléfono, en medio de alguna conversación que ya no recuerdo como empezó pero si muy bien como terminó. En la propia indefinición de nuestras vidas esa apuesta se mantenía como un horizonte lejano, como una bonita posibilidad que no arrojaba sino una luz, mas bien como un destello o como el color que despide una vela en una casa en el campo. Poco se ve, solo las sombras y el amarillo-naranja que rebota sobre los cuerpos y nos da una cierta certeza que con todo, sigue indeterminada.

Así que nos movíamos entre nosotros, nuestros dolores y nuestras peleas, entre nuestras caminatas y discusiones, entre nuestros besos, entre las comidas y bebetas con los amigos. Entre el rumi, los gatos, los sueños y nuestros abrazos y dormir juntos y ver películas y saber que estábamos juntos.

Tantas cosas se rompieron en nuestras vidas, tantas se recompusieron, tantas veces lloramos por uno u otro tema. Demasiadas veces pienso ahora. Con el tiempo se iban acercando los momentos decisivos y sufrimos tanto para encontrarle salida a todo lo que se nos aparecía al frente. Al final, sin embargo, siempre al final, estaba la seguridad de un algo que estaba más allá de nuestras discusiones y temores.

A veces, porque yo soy así, veo el futuro con miedo. Como cuando en Bogotá va a llover. Todo se torna entre gris y azul, el humo nubla el horizonte y las nubes parece que fueran a tomarse la ciudad aplastándonos a todos. Ese ambiente que hace que los ojos ardan y las mismas luces de los carros se vean en la necesidad de pelear contra la densidad del aire y la contaminación. Últimamente veo las cosas como si los ojos me ardieran y caminar se pareciera a un ejercicio de nadar dentro de una gelatina. En esos momentos, cuando comienzo a hundirme en la espesura, en la solidez de la materia que me cubre, algo que es parecido a un grito o a un regaño pero que realmente es un llamado me saca como catapultándome a una incertidumbre que se transforma rápidamente en calma, en planes y en la sensación de estar flotando tranquilo en el mundo.

Será tal vez como lanzarse al vacío, la caída libre que no encuentra el fondo, la que solo percibe la oscuridad en el horizonte. Una caída que solo siente el calor de su mano, la sonrisa imborrable del instante en que nuestros pies se despegan de la tierra y solo tienen la claridad de saberse junto a alguien.

La primera noticia llegó cuando no estaba en la ciudad, por lo menos no en esta ciudad. La respuesta me tomó fuera de base y anduve en una situación de desconexión con el mundo. Era sencillo pensarme en una realidad paralela, con la gente alrededor mió preguntándome cosas y yo oyéndolas como metido en el fondo de un tarro, mirando hacia arriba y viendo los rostros de ese mundo que quería saber algo que yo podría responder. Pero nada, mi mundo en aquél momento era otro mundo.

La segunda me tomó serio, en la mitad de una entrevista que fue interrumpida por un grito incoherente de felicidad mientras mis amigos me miraban para decirme “el único que no sabía era usted”. Y mi felicidad y yo y mis ganas de abrazarla caminaron por las tierras áridas de la toma de una finca por parte de un grupo importante de familias campesinas. Mi felicidad, mis ganas de abrazarla y la esperanza de ellos, sus sueños y su fuerza.

Un día cualquiera decidimos caminar un camino juntos, como si estuviéramos decidiendo que película alquilamos, como si fuera el paso normal de nuestras vidas. Tanto hemos pasado que ya es hora de construir algo verdaderamente nuestro, algo que nazca desde nuestros propios deseos, construido desde lo único que tenemos como cierto. Aún en la incertidumbre está la certeza de sus ojos gigantes que me miran siempre diciéndome que hay esperanza…